lunes, 10 de agosto de 2015

Pies

Los pies son un tema raro, ¿no? En conversaciones, en textos, en películas... De algún modo los pies están marginados. Mientras que hay algunas personas que consideran a los pies femeninos como un talismán sexual, mucha gente los piensa feos. Como deformes.


Una vez hace muchos años (siete, para ser exactos), en un pueblo perdido de Jalisco, estaba sentada al borde de un río con mi acompañante, un hombre que me atraía y a quien yo atraía. Desnudé el extremo inferior de mi anatomía para poder introducir un pedazo de mi cuerpo en el agua, limpia y fresca, y sentir menos aquel calor de mayo. Estábamos en un silencio bucólico, como de película intimista europea, cuando de pronto él dice: "tus pies". Acto seguido, yo los miro con atención, los sumerjo en el continuo flujo del río, muevo los dedos, los dejo quietos, y respondo: "están bonitos, ¿no?". Y él rompió todo el encanto de la escena con un "pues...". Luego me explicó con detalle que los pies, en general, todos ellos, le parecían feos. A un paso de ser asquerosos. Un trozo monstruoso del cuerpo humano. Creo que ese fue el momento en que empezó la decadencia de aquella breve aventurilla entre nosotros dos. Me incomodó en proporciones industriales estar mostrando (y tener inexorablemente adjunta al resto de mi cuerpo) una porción de mi físico que resultara tan abiertamente desagradable.

De niña tenía muchos problemas con mis pies (bueno, la verdad no sé si eran muchos, pero eran significativos). Recuerdo que de muy pequeña, digamos a los cinco años, tenía un algo en la planta de los pies que hacía que se resecasen. Me acuerdo que probamos muchos remedios, pero sólo uno dio resultado, al cabo de varios años (¿serían años, o meses?) de buscar alivio. Mi mamá inmediatamente catalogó de milagroso al médico que dio con la cura (exagero). Y no sé si ese sería el origen de un complejo que me acompañó muchos años, sobre todo en la primaria, la secundaria y la prepa. Puede ser que incluso durante la universidad. O sea: casi siempre. Me rehusaba a mostrar mis pies. No usaba sandalias por nada del mundo. Me avergonzaban muchísimo. Siempre traía calcetas y tenis. En parte por mi complejo de niña masculina y en parte, probablemente, por aquel problema en la temprana infancia.



Esta es una foto de aquella época y de hecho es la segunda vez que hace aparición en este blog.

Ahora, sin embargo, me encuentro de lo más cómoda con mis extremidades inferiores. Es más, me parecen bellos. Pues es que en realidad ya me parecían bonitos desde aquella anécdota que les cuento en el río, sólo que en aquel entonces me dejé convencer de lo contrario, y ahora soy muy descarada en mi amor por mis pies. Incluso, mi amor tiene que ir en contra de comentarios de podólogos, familiares y marido. ¿Por qué? Porque me hacen burla de que la uña del dedo meñique de ambos pies está "muy grande". Yo encuentro ese juicio absurdo. Me parece que tiene el tamaño perfecto, que está en perfecta armonía con el resto de uñas y el resto de dedos y que en realidad el fenómeno aberrante es el de tener la uña meñique inauditamente pequeña o desfigurada o prácticamente inexistente. A continuación, una foto de mi pie izquierdo, tomada hace más o menos tres o cuatro años, con las uñas recién pintadas y los dedos manchados de la pintura, como si fuera una artista experimental que pinta con los pies. Les pondría una del día de hoy, pero el rosa que traigo en las uñas está comenzando a descarapelarse y se ve feo. Además, no hay ninguna diferencia. No han cambiado. 


No hay comentarios: