miércoles, 8 de julio de 2015

Hasta siempre, querido vecino

Tengo un vecino bastante simpático. Tiene 66 años y es alto y flaco. Tiene la piel muy blanca, como si el sol de Puerto Vallarta no lo hubiera quemado a lo largo de seis décadas del modo en que me ha quemado a mí desde hace tres años. Tiene dos perras, una se llama Candy (me parece) y la otra se llama Frida (estoy segura). A veces las pasea en el parque cercano a nuestras casas, y ahí lo encuentro, recorriendo los pasillos del jardín como si un árbol de corta edad y mediana estatura se paseara parsimonioso, seguido de dos criaturillas diminutas. Camina lento y habla lento. Me cuenta de futbol, sobre todo. Que si el partido de Chivas y América. Que si el Atlas. Que si México contra Ecuador. Parpadea con lentitud mientras platica, y su boca hace un esfuerzo por articular las palabras. Los dientes se le vislumbran un poco amarillentos y saliva demasiado, como si tuviera una sed tremenda. Mi vecino tiene cáncer.

Suman 14 meses que ha estado luchando. Antes de eso, había sido diagnosticado, operado y considerado completamente sano: durante poco más de un año tuvo un estado de salud óptimo. Luego llegaron los primero días de lo que serían 14 meses que ahora, parece ser, están a punto de terminar con su partida.

El vecino un día vino a nuestra casa y charló por horas y horas, hasta después de la medianoche, con mi esposo y conmigo. Llegó con uno de sus shorts futboleros, unas calcetas largas y sus sandalias. Así acostumbraba vestir. Nos contó de sus aventuras como empleado de la cadena de hoteles Camino Real, de cómo han cambiado (para mal) las cosas en la hotelería y en esa cadena en específico, de la gente que trabajó con él y para él y cuáles han sido sus destinos, de cómo es que por complicidad con un amigo dejó ese trabajo y, erróneamente, decidió trabajar en otro sitio que nunca lo satisfizo tanto. También nos confesó que esa voz acompañada de karaoke que salía con estridencia de las paredes de su casa era suya, y que cantar siempre le había gustado y ahora se había convertido en su terapia de supervivencia, aunque los días de mucho cansancio no lograba encontrar las fuerzas necesarias. Lo que no nos dijo y que nos contó su hija es que fue a partir de su jubilación que su salud empezó a decaer: antes de eso era un atleta polifacético, un amiguero y un trabajador comprometido. Tras su retiro, todo se derrumbó, como bien lo expresa la canción del autor Manuel Alejandro, interpretada por Emmanuel. Y lo que el vecino también nos compartió antes de cruzar el umbral de nuestra puerta, la calle y luego el umbral de su propia puerta, fue una invitación a un rancho suyo, para pasar un día en convivencia familiar con la excusa de celebrar los cumpleaños de él y de su mujer, que están muy cerca el uno del otro. A los pocos días tocaron el timbre de nuestra casa para venir a dejarnos un trozo de pastel y otro de gelatina, que habían sido los protagonistas de la fiesta de cumpleaños. Poco después de eso nos comunicaron la fecha exacta para ir al rancho, y por desgracia coincidía con otros planes que nos hicieron imposible acudir.

Ahora se ha vuelto muy real la idea de que nunca iremos a ese rancho. O por lo menos no iremos en compañía de nuestro vecino. Se ha vuelto muy posible que sus sandalias y sus calcetas largas y sus shorts futboleros queden abandonados a la terrible suerte de quien ya no tiene propósito en la vida, empolvados en el alma y solos, en un rincón, conservando aún las formas de quien los usó tantos años y que no habrá de volver. Se empieza a concretar la noción de que la calle ahora se sumirá a un silencio indiferente y rutinario, sin su voz que anime el aire que pasa despistado y a los peatones que ignoran que ese canto es un modo de desafiar a la muerte. Comienza a cristalizarse su ausencia en el parque: sus movimientos mesurados ya sólo existirán en la memoria de quienes los atestiguamos. ¿Quién me va a hablar de futbol? ¿Quién va a pasear a Candy y a Frida? No lo sé. Nadie, quizás.

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